El paladar es ese espacio en el que confluye lo sensorial, lo autóctono, lo emotivo y lo lúdico; en el paladar converge a menudo la idiosincrasia de un pueblo. Porque degustar equivale a respirar por el paladar, a modo de un tercer pulmón inserto más allá todavía del sexto sentido.
Si existe una autonomía en España asociada a la buena mesa, esa es Euskadi. Álava es una de las tres patas que sustentan esa reputación y como tal se proyecta al mundo más allá de convocatorias tradicionales como la Semana del pintxo.
Aun careciendo de mar, en Álava se pueden encontrar pescados y mariscos de igual calidad que los de las dos provincias costeras de Euskadi. Además, la diversidad de sus ecosistemas, esa confluencia entre lo meseteño y lo cantábrico y esa gradación altitudinal procura un mosaico de productos autóctonos que surten las mesas de los restaurantes con una singularidad y una excelencia incomparable.
Precisamente por esa alternancia entre el mar y la montaña, por esa diáspora de sabores y platos, por esa provocación sensorial que ofrece una variedad en la que nunca falta una botella de Txakoli, de Rioja o una porción de Idiazabal, la restauración de Álava se revela imbatible en prestaciones y sensaciones.